A veces la vida se convierte en una sucesión de acciones y eventos. Suena el despertador, te levantas. Preparas el desayuno, sacas al perro, si lo tienes, o das de comer al gato, o echas las escamas de los peces en el acuario. Algunos se duchan. Los que tenemos alergia a la humedad... -venga, el chiste fácil...- solemos dejar ese momento para más tarde. Pero igualmente te vistes y empiezas las tareas diarias. Los más afortunados se van a trabajar. Dentro de ese selecto grupo, la mayoría se chupa de 30 a 45 minutos de atasco, y algunos cuando llegan, lejos de poder suspirar aliviados, tienen que enfrentarse al duro reto de encontrar una plaza de aparcamiento libre. Normalmente por la mañana la cosa no está tan difícil y puedes elegir entre aparcar en reservado para minusválidos, reservado para vehículos oficiales, paradas de taxis, carga y descarga o zona azul. En el supuesto de que no te pelees con el listo que llega el último y te quita el sitio, o con el pazguato que va pisando huevo y no te deja llegar antes que el listo, te toca pelearte con el gorrilla que ha presenciado tus 28 maniobras sin inmutarse y cuando terminas se acerca diligentemente a darte los buenos días y plantarte un ticket en el parabrisas del coche -trabajo inútil porque tú lo primero que vas a hacer al bajarte, en el caso de que no se lo metas por algún orificio, que es de lo que realmente te entran ganas, es quitarlo de ahí y meterlo dentro del coche-, o con el gorrilla que tiene complejo de profesor de autoescuela y no deja de hacer aspavientos con las manos, sin quitarse en ningún momento de detrás del coche, si tienes que maniobrar hacia atrás, o de las dos palmas que separan a tu coche del coche de adelante, cuando tienes que maniobrar hacia adelante. Pero no siempre es así, hay veces que sólo tienes que introducir en una máquina el importe exacto de monedas que corresponde a los minutos que sabes por adelantado que tardarás en hacer la gestión que te dispones a hacer, o en las dos horas que tienes para llegar a tu puesto de trabajo, echar tu jornada laboral y volver al coche. Pero como no te queda otra y además estás todavía medio dormida, lo haces igualmente, y te vas a trabajar, o a hacer gestiones.
La hora de la comida te sorprende mientras aún no has acabado lo que tenías que hacer, y aunque te entretienes un poco más, finalmente el hambre, o el horario estipulado, es más fuerte y te vas a comer. A lo mejor has tardado una hora y media en preparar el guiso y has tenido que ir a la tienda a por ese ingrediente fundamental que dabas por hecho que tenías pero del que sorprendentemente, no quedaba nada en la despensa. Seguramente has ensuciado varios cacharros cocinando y otros tantos que has puesto en la mesa. Da igual. No importa que te hayas apañado con lo primero que has visto en el frigorífico o que te hayas pasado toda la mañana cocinando un delicioso plato: en diez minutos, todo lo más quince, habrá desaparecido, y sólo quedarán los restos y otra mesa que quitar... y otra cocina que fregar. Miras lo que ha quedado en la olla. Si has sido una persona precavida y el menú lo permite, quizás hayas cocinado de más y puedas volver a tener al día siguiente, o al siguiente, otros diez minutos de disfrute.
Algunos esos diez minutos lo viven en soledad y no tienen a nadie a quien culpar de que las patatas estén demasiado saladas o la carne demasiado dura. No tienen con quién pelearse para ver quién a quién le toca recoger la mesa o fregar los platos. Tampoco tienen a nadie a quien hacer la pregunta más odiada después de "¿me ves más delgada?", que no es otra que: "¿qué hacemos de comer mañana?".
Entretanto el reloj avanza y llega la hora de la siesta. Otro momento duro donde los haya. Te debates entre echarte a dormir, ver la novela de la primera, que está muy interesante, o irte al trabajo otra vez, si eres del selecto grupo, claro... si no te has quedado dormida entre tanta duda, te decides a preparar el café y a hacer aquello que ayer no pudiste hacer porque te quedaste durmiendo la siesta.
En esto que se nos pasa la vida mirando el reloj y yendo de una obligación a otra, de una gestión a la siguiente. Y entretanto van pasando los días y a veces sucede que estamos tan atareados en llegar a tiempo, en preparar ese trabajo o en discutir por quién qué, que olvidamos las cosas importantes. Lo único que tenemos presente es esa urgencia que nos acompaña, y de lo único que estamos seguros -ilusos de nosotros- es de que al día siguiente cuando suene el despertador volveremos a levantarnos y volveremos a enfrentarnos al tráfico, o a la colada, que volveremos a hacer la comida y volveremos a discutir con la persona que tenemos al lado por las cuestiones trascendentales de nuestra vida, como dónde colocar el cuchillo de cortar las patatas o qué canal de la televisión ver.
A ese fenómeno, mezcla de prisa y olvido, lo llamamos rutina, y a pesar de ser una parte importante de nuestra vida, llegamos a temerla y a odiarla tanto como antes la habíamos deseado. "Bendita rutina", que dicen en mi familia.
A veces la rutina se hace tan fuerte que olvidamos por qué hemos tomado las decisiones que nos han llevado a estar donde estamos. Y en la arrogancia del olvido, nos permitimos el lujo de juzgar como errores nuestros logros. Nos encontramos martirizándonos: "¿quién me mandaría a mí estudiar esta carrera con tan poca salida?", ó "¿por qué coño me vine a vivir al centro con la de aparcamiento que hay en el Aljarafe?", "sólo a tí se te ocurre meter a un perro en un apartamento de 30 metros cuadrados" o "con la de mujeres que hay en el mundo, y me tuve que fijar en la más complicada...". Dejamos de creer en nosotros, en nuestro camino, para abrazar la idea de llevar otra vida, quizás más sencilla, o a lo mejor más completa, pero desde luego mucho más feliz que la que llevamos, dónde va a parar.
Pero de pronto sucede algo que nos despierta de nuestra ensoñación. Una llamada de teléfono, Hugo que se levanta de la siesta y viene a saludarme, o tus ojos mirándome con ese brillo, y todo vuelve a tener sentido. En un sólo segundo, recordamos y comprendemos. Volvemos a recuperar la fe en lo que hacemos y a disfrutar de lo que tenemos. Nos sentimos secretamente avergonzados por dudar de nuestra suerte y mientras cruzamos los dedos, le pedimos a nuestro dios que nos perdone la insolencia y a la persona con la que discutimos por si ponemos esto aquí o allí, que no se vaya nunca de nuestro lado.
Se me cuidan.
10 comentarios:
me ha encantado.
y me siento muy identificada en la parte en la que hablas de la cocina, q te pasas 2h cocinando y luego desaparece todo en 10min y sólo queda suciedad jajja eso me pesaba mucho antes, ahora, simplemente, cocina mi madre.
has descrito perfectamente lo que es la rutina, aunq yo no tenga a Hugo y no tenga una persona que me mire con ese brillo en los ojos, ni aparque, pero cada frase tuya es una jodida verdad.
simplemente, genial otra vez...da pena cuando llegas la final, como los libros buenos que te enganchan
Me encanta que recuperes la fe, pero va sin tilde...
Como ya sabrás el tiempo vuela y las semanas pasan volando...
Sigo esperando...a la mayor brevedad posible, que hagas los deberes...nos plantamos en verano y no arrancamos.
Encárgate tú de comprar el material, porque para eso no me necesitas, y así vamos adelantando la impresión del material, no? besos, CJ
:)
Ahora tengo blog.
Besos, guapa.
TIENES UN EMAIL, CJ
completamente de acuerdo: ¡cuántas horas gastadas por un segundo de felicidad! ¡y qué nadie nos las quite!
Me gusta tu blog.Un beso
Asias!
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