jueves, 4 de diciembre de 2008

Las alas de Ícaro

Como buena amante de la mitología griega, me acerqué a ese fabuloso mundo de dioses y mortales a través de una primera historia que me cautivó.

Sucedió cuando apenas contaba con cinco o seis añitos. En aquel tiempo vivía en casa de mi abuela, en el antiguo barrio trianero conocido como "El Tardón". De allí provienen casi la mayoría de los primeros recuerdos que tengo de mi vida. Y es curioso porque tengo registradas imágenes con una precisión que ya la querría yo ahora para describir el piso que abandoné hace apenas unos meses.

Recuerdo las paredes forradas de ese papel blanco con motivos florales rosas; los sillones marrones en los que te quedabas pegada, los cojines de tela bordados, las sillas con sus patas de madera. Recuerdo aquella noche que estaba corriendo por el pasillo, la tortilla de patatas en la mesa, y me dí un golpe contra una de aquellas sillas que me hizo perder el conocimiento. Al menos esa es la interpretación que yo le dí. Años más tarde mi madre me contó que no hubo ningún golpe, que mi desvanecimiento había sido algo parecido a una crisis de ausencia epiléptica.
Recuerdo el mueblebar y recuerdo aquella colección de libros burdeos, esa pequeña enciclopedia infantil. Cada tomo estaba dedicado a un tema. Yo rescaté el de los animales, y aún lo guardo junto con tantos otros libros sobre naturaleza. El resto me dijeros que se lo llevó mi tío cuando vendieron el piso e hicieron el reparto.
Si eso es cierto mi tío, aún más fetichista que yo, seguramente guardará a buen recaudo también el tomo que versaba sobre la mitología griega, el mismo que contenía la historia de Ícaro que yo le pedía a mi madre, una y otra vez, que me contara.
Ícaro era el hijo de Dédalo. Ambos eran prisioneros en la isla de Creta. Encerrados en lo alto de una torre o de un alto acantilado, pasaban los días soñando con poder huir. Pero Dédalo no era hombre de soñar. Él era un hombre ingenioso y de hábiles manos -cómo si no haer podido diseñar el mismísimo laberinto de Creta-, que planeaba minuciosamente el modo de escapar; mientras, Ícaro, de carácter más idealista y soñador, pasaba los días fantaseando sobre otros lugares. A Dédalo pronto se le encendió la bombilla. Sí que había una forma de salir de allí: al igual que lo hacían las aves: volando...
Dicho y hecho, el ingenioso inventor se puso a diseñar las alas. Juntó plumas entre sí empezando por las más pequeñas y añadiendo otras cada vez más largas, para formar así una superficie mayor. Aseguró las más grandes con hilo y las más pequeñas con cera, y le dio al conjunto la suave curvatura de las alas de un pájaro. Ícaro, su hijo, observaba a su padre y a veces corría a recoger del suelo las plumas que el viento se había llevado, y tomando cera la trabajaba con su dedos, entorpeciendo con sus juegos la labor de su padre.
Cuando al fin terminó el trabajo, Dédalo batió sus alas y se halló subiendo y suspendido en el aire. El invento había resultado todo un éxito.

Sin embargo, tardó aún unos días en decidirse a dejarle el equipo de plumas a Ícaro. Conocía el temperamento idealista de su hijo y temía que no usara bien sus alas. Por ello antes de dárselas, le repitió:
"No vueles demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no te servirían, ni demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera".

Ícaro prometió a su padre que seguiría su consejo, y ambos echaron a volar.
Al principio todo iba bien y padre e hijo sobrevolaron distintas tierras con sus alas intactas. Sin embargo, poco a poco, Ícaro fue confiándose y empezó a elevarse cada vez más, como si quisiera alcanzar el paraíso.



Su padre le gritaba que descendiera, pero el joven estaba demasiado entusiasmado practicando sus dotes como ave, y siguió subiendo... tanto, que el calor del sol comenzó a derretir la cera que unía sus plumas y éstas se despegaron, haciendo precipitar a Ícaro, que agitaba sus brazos en vano, sobre la espuma de las bravas olas del mar.



Los finales de los mitos griegos suelen ser un poco trágicos. La idea de un joven y apuesto Ícaro cayendo sin remedio hacia el mar, donde encontraría una muerte segura, no es precisamente un happy end, pero aunque la última parte me horrorizaba, me encantaba escuchar esa historia una y otra vez.

Hoy un flash me ha hecho recordarla al tiempo que me sacudía el polvo de mis alas.

Se me cuidan.

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