Hace no mucho escuché en la radio los resultados de una encuesta en la que se preguntaba a las personas casadas qué les había llevado a tomar esa decisión.
No recuerdo bien los resultados ni los porcentajes. Algunas personas lo habían hecho porque al llegar a cierto momento en la vida, el matrimonio se les antojaba el siguiente paso natural; otras personas lo hacían para hacer felices a terceras personas, normalmente la madre de alguno de los dos miembros de la pareja, o para seguir los preceptos de su religión. No pocos lo hacían por motivos fiscales, o incluso por los 15 días de vacaciones que conceden las empresas. Otros, para dejar cubiertos a sus hijos, o a su pareja, en caso de que les ocurriera algo a ell@s...
Había más respuestas, que no acierto a reconstruir. Lo que sí recuerdo es la conclusión que uno de los locutores de la radio extrajo sobre la marcha tras comentar el estudio: nadie se casa por amor.
Bromas aparte, parece que en nuestra sociedad, donde la convivencia en pareja -fuera del matrimonio, se entiende- ya no está mal vista, el matrimonio ha perdido su soberanía como acto simbólico de amor y compromiso.
Una pena, porque era la única parte del matrimonio que me gustaba.
Para mi casarse implica asumir algunas ventajas y muchos compromisos legales, económicos, sociales y emocionales. En un momento histórico en el que las parejas de hecho están asimiladas en beneficios a los matrimonios, en el que los hijos quedan igual de protegidos nazcan dentro o fuera del matrimonio, y ahora que ni siquiera me lo prohíben, sólo me casaría por puro romanticismo.
Porque hace falta tener altas dosis de romanticismo en el cuerpo, o de drogas, no sólo para pensar que la persona que tienes al lado será tu compañera por los restos de los restos, con lo volátiles que somos los seres humanos en nuestras pasiones y con lo que se está alargando la esperanza de vida últimamente, sino para encima, y pese a la evidencia estadística de fracasos matrimoniales, que roza ya el 50%, prometer amarla, apoyarla y serle fiel, en las duras y en las maduras, como mínimo, con la esperanza de que sea para siempre, y por si fuera poco, dejando constancia escrita y pública de susodicho colocón de azúcar.
Por eso, si alguna vez me casara, lo haría al aire libre. A ser posible, en la playa, con el rumor del mar de fondo y bajo la luz del atardecer. No sé si llegado el momento me atrevería a hacerlo en secreto, como alguna vez se ha hablado, pero desde luego, sería un acto muy, muy íntimo. Ya habría momento de celebrarlo y de gritarlo a los 4 vientos, si hace falta.
Si llegara ese día, no quiero estar preocupada por si cabré en el vestido, por cómo me queda el maquillaje o por si el fotógrafo se retrasa. No quiero estar pensando en si la comida es del agrado de los invitados o si alguien se molestará por no haber sido invitad@.
Sólo querría mirar a los ojos de esa persona y decirle, apenas sin palabras, que la quiero tanto como para retar al tiempo.